La elección de los pomos es la guinda de un proyecto desde el punto de vista estético y funcional
Ya se han ido todos. Reina la paz. El silencio apenas es interrumpido por el acompasado trajín del lavavajillas. Está lleno a reventar. Limpiar la vajilla de una familia numerosa exige dedicación y esfuerzo. Las hélices baten el agua y la lanzan con firmeza contra platos, vasos, cuchillos y tenedores. De vez en cuando se oye el castañeo de algún cuerpo extraño que debió dormir en la basura, pero que las prisas lo han dejado como percusionista de una imaginaria Sinfonía del lavado. El filtro es la última esperanza para que el servicio técnico no aparezca y de entrada, o de salida, cobre «ya sabe usted, 60 euros, lo mínimo. Es lo que hay».
En breve empezará la fase del secado, y con ella un suave calor traerá a la cocina un leve sopor que arruinará cualquier intento de escritura cabal. Pero antes de que el aire caliente de la turbina se cuele por las rendijas y nos arrulle a todos, tengo tiempo de ir ordenando una pequeña parte de mis recuerdos. Son 25 años de continuos arrastres, aperturas y cierres; de mostrar lo mejor y lo peor del cajón al que me encuentro unido hasta que uno de los dos se rompa, cosa que el parecer no ocurrirá jamás; de aguantar manos secas, mojadas, trapos húmedos y malolientes que se cuelgan de mí sin delicadeza alguna y que siempre soporto como si no pasara nada, y si pasa, «se le saluda», como reiteran en esta familia, como si nada hubiera en esta vida que les perturbara.

Recuerdo cuando me eligieron a mí, Iron de Steel, que aún no me he presentado, y a mis doce hermanos, todos repartidos por esta cocina. Los propietarios, recién casados, mucho más delgados, esbeltos y peludos, especialmente él, buscaban tiradores fuertes, que lo aguantaran todo y que a la vez fueran agradables al tacto, sin ninguna arista, fáciles de agarrar y de soltar, que la mano entrara y saliera cómodamente, y por supuesto, facilísimos de limpiar. ¡No me lo podía creer! Nos habían descrito perfectamente. Allí estaba yo con mis hermanos, atornillado en la parte superior de la estantería, brillando como sólo sabe brillar un esbelto tirador de acero inoxidable mate 18/10 perfectamente pulido y sin poros. Los amantes de las Aventuras de Astérix me entenderán perfectamente si les digo que éramos como los mejores y más selectos «objetos delicados de la Casa Tifus». Ciertamente, les asustó un poco el precio, pero tampoco entraron en el interminable debate entre caro y barato. Veinticinco años de servicio y con un aspecto que ya lo quisieran ellos para sí mismos justifican el precio pagado y, no me puedo contener, de caros, nada.
Tiradores y familia
Desde el principio entablé una gran relación con la familia Pinoabeto, asentada frente a nosotros en un hueco de más de dos metros de longitud y cincuenta de profundidad. Esta familia, trabajadora infatigable y capaz de soportarlo todo gracias por una parte a su consistencia y a varias capas de barniz por otra, se preparó para ser alacena y ahí sigue. A diferencia de nosotros los aceros, el tiempo, los golpes, los perros, los niños, los juguetes, las pelotas y el calor va dejando rastro en ella, pero la nobleza siempre da un fruto único: la sabia belleza del paso del tiempo. Mis hermanos y yo siempre estamos igual de bien, de guapos, de apolíneos, pero debo reconocer que día tras día o mejor, unas tardes sí y otras también -es en este silencio vespertino que nos envuelve desde donde escribo y donde mejor afloran estos sentimientos- me fascina comprobar cómo de sus vetas van aflorando marrones claros, oscuros, rojizos, cobres, ocres, y de su interior, cuando Egur y Alicate lo autorizan, afloran aromas a ron añejo, azúcares, trigos, mieles de mil flores, a algarabía de nueces y avellanas, a galletas María y a recuerdos de porcelana.

¿Quiénes son Egur y Alicate? Ante todo, viejos amigos, un matrimonio bien avenido de la familia Pinoabeto. Egur es un tirador simple, de un solo tornillo, torneado de una pieza. Alicate, es una hermosa falleba, un ángel custodio. Se necesita del concurso de ambos para abrir y cerrar las puertas, lo cual es un aliciente para llevarse siempre bien. De hecho, jamás les he visto discutir. Ni un roce. Sin duda se debe a cómo han sido educados. Lo hemos hablado en muchas ocasiones durante estos años. Es su origen, su educación, todo aquello que va brotando natural según pasa el tiempo y al mismo tiempo que cautiva, hace olvidar y aplaude el esfuerzo que pudo suponer adquirirlo.
Lo peor que puede ocurrirle a un tirador en su vida es que digan de él: «¡No hay quién le agarre!» o «¡No hay por dónde cogerle!»
En esta cocina se agolpan los recuerdos. Especialmente de los niños que fueron y, aún hoy siguen siendo, al menos en los recuerdos que brotan sin parar en las largas tertulias familiares. Tanto nosotros, aceros de la familia Steel, como las maderas de la familia Pinoabeto fuimos creados de tal forma que jamás hemos dejado huella alguna en la legión de niños y niñas que han correteado a nuestro alrededor incluso nos han utilizado como parte de su juego. Ahí abajo, en el primer cajón, Clavo Pablo, mi hermano pequeño puede dar fe de ello. Ha perdido la cuenta de las veces que le han atado gomas o cuerdas para jugar a la comba o ha servido de soporte a canastas de baloncesto para ‘rondas’ que jamás terminaban -si es que de verdad alguna vez acabaron- con un ganador claro.

En este hogar, todos ellos tienen su origen, su rincón y su refugio en el cuarto que vive de sus ilusiones en la mitad del pasillo y que siempre está abierto de par en par, porque la risa de los niños son para todos, aún en el recuerdo, fuente de paz. Ningún pomo quiere ser el encargado de mantener sus puertas cerradas. En los cajones, habitan los tiradores más divertidos, los que siempre nos han hecho reír, aún hoy y espero que durante mucho tiempo, con tanta confidencia inocente grabada durante los minutos previos al dulce sueño de algodón de la infancia. Pollito, Topolino y Calcetín, son tres ejemplos de una familia tan extensa como inextinguible: la Cerámica. Cocida y grabada a fuego, mantiene su aspecto como el primer día. De formas suaves y redondeadas, jamás hizo daño a alguien y, por si fuera poco, tuvo una función educativa que aún hoy es reconocida por quienes les tuvieron como sus primeros maestros. Así por ejemplo, Pollito siempre custodiaba la ropa interior del benjamín; Topolino, la del inquieto y guerrero mediano, y Calcetín, las medias -entre otras cosas- de la seria y siempre divertida hermana mayor. La lista es muy larga: un tirador para una función y para un propietario, habitualmente con las manos sucias. Pocas cosas se limpian tan rápido, bien y con tanto agradecimiento, como una cerámica bien pulida.

Del fondo del pasillo no se me olvidará jamás la sempiterna tos del abuelo Bambú: un vetusto tocador, traído desde Cuba por el tío indiano de la familia para una de sus múltiples reformas integrales, de las que disfrutaba con verdadera fruición. El mueble estaba forrado de cañas. Los encargados de abrir y cerrar cada uno de los tres cajones eran sendos tacos de raíz de cálamo. No quedaba mal, la verdad, pero algo no debía funcionar bien dada la queja que proferían cada vez que se abría y cerraba el cajón. ¿La edad? ¿La humedad? No lo sé, pero recuerdo y aquí doy fe con tristeza de la opinión más repetida: «Con ese invento de asa no hay quien lo abra». Eso es lo peor que nos pueden decir.

Algo similar le ocurre a la familia Dosrombos, de diseño geométrico perfecto, resaltado además por el azul intenso sobre el que está atornillada la clara madera en la que están fabricada. Pero no solo es bella, también es culta. No en vano los miembros de esta familia son grandes aficionados al canto como corresponde a cualquier custodio de los calzados de toda una familia numerosa y andarina como esta. Por si fuera poco, el diseño es un homenaje en clave de humor a la calificación de uno o dos rombos con la que Televisión Española aplicaba en pantalla el código de autorregulación para la defensa de los derechos de los menores. El lector que hasta aquí haya llegado se preguntará con extrañeza qué les falta a pomos tan dotados. La respuesta es fácil: lo mismo que al abuelo Bambú, que no cumplen bien su función. Custodiar, custodian, según he oído siempre, pero al parecer no hay mano «en el mundo» (sic) capaz de agarrarlos, y la verdad que tampoco creo que sea porque su divismo les haya hecho intocables. Una lástima imaginarse su futuro después de tan abnegado trabajo diario y las bellísimas horas belcantistas que aún hoy nos siguen ofreciendo.

Por las escaleras se escuchan pasos y el familiar tintineo de las llaves que abrirán en breve la puerta de esta casa. Es hora de recoger. Emilio Pomoarchivo está en todo, pese a su aparente quietud. Es un trabajador sólido, bien asentado en la madera maciza que da soporte a sus columnas de hierro y brazo de porcelana. Un notario que da cobijo a todo recuerdo que acuda a él, como por ejemplo, este mi primer relato que tendrá el honor de unirse a las fotos que durante todos estos años esta familia se ha hecho y de las que todos los tiradores formamos parte.